Nuestra necrófila costumbre de celebrar las muertes de nuestros hombres ilustres, solo anula nuestras consciencias frente al verdadero sacrificio que con total desinterés dieron por nuestra sociedad algunos de nuestros ilustres patriotas, sobre todo de aquellos que sin dejar de ser simples seres humanos frágiles e imperfectos como cualquiera de nosotros, decidieron hacerse cargo en las horas más difíciles. Por lo mismo he decidido publicar esta entrada, una adaptación libre de crónica literaria fundada en hechos reales que me pertenece, en la fecha del nacimiento de Juan Manuel Belgrano: 3 de junio de 1770. A pesar de haber pasado 151 años, sus palabras siguen vigentes.
Dejó atrás “La Ciudadela”. El polvo que levanta la partida es una vuelta de página sin retorno. Acompaña el padre Villegas, capellán y amigo que trata de confortar su agobio físico y espiritual; también va Joseph Redhead, el doctor que se le plantó al capitán Abraham Gonzáles cuando este intentó sacarlo del lecho de enfermo para remacharle una barra de grillos en los pies por orden del gobernador: —“¡Eso no se hará!” — increpó el médico gringo, y se fueron. También son de la partida Jerónimo Helguera y Emilio Salvigni, fieles ayudantes de campo; más una veintena de soldados: la escolta del general.
—Yo quería a Tucumán como la tierra de mi nacimiento, pero han sido aquí tan ingratos conmigo, que he determinado irme a morir a Buenos Aires, pues mi enfermedad se agrava cada día más.-
El camino hasta Santiago es difícil; solo veinte leguas han recorrido en cinco días; muchos bañados y arroyos deben ser atravesados con el agua a media cabalgadura. Una tropa de carretas en contrario resulta un atolladero infranqueable. Se detienen. El general tiene el cuerpo hinchado, hidropesía es el diagnóstico, duerme de a ratos mientras le vienen recuerdos, como aquellas líneas dirigidas a general Güemes:
“Mi corazón es franco… no podría vivir en medio de la trapacería que sería precisa para conservar un engaño; solo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna mi corazón”
Despierta sobresaltado, la marcha reanuda el camino. El corazón siente aflicción, el cuerpo esta cansado y dolorido. Poco falta para que el sol se oculte tras las verdes lomas cordobesas, cuando se divisa sobre ella la enorme casa blanca con sus balcones mirando el camino; es la Posta de Sinsacate sobre el fondo azul de las sierras altas.
Si algo faltó en el viaje fue precisamente hospitalidad. Salvigni y Helguera lo cargan en hombros y lo conducen a un cuarto donde le tienen la cama preparada. El general quiere ver al maestro de posta que todavía no se ha presentado. Helguera lo encuentra y como disculpa esto contesta el responsable —“Dígale usted al general Belgrano que si quiere hablar conmigo venga a mi cuarto, que hay igual distancia”. Poco faltó para que el insolente perdiera la cabeza de un sablazo; apareció el padre Villegas que le salvó la vida.
Redhead le suministra una droga para que descanse. Sueña el general, tal vez recuerda los días felices de los saraos porteños en lo de Mariano Altolaguirre, cuando conoció a María Josefa Ezcurra de 17 años; el tenía 32 y era el secretario del Consulado. Pero el padre de la niña la caso con su primo, que tendrá que abandonar el país por causa de la revolución. María Josefa sin embargo viaja en 1812 a Salta y se reencuentran en Campo Santo. Por esos días cosecha los triunfos de las Piedras, Tucumán y Salta. Al poco tiempo queda embarazada de él, pero como sigue casada, regresa ocultando el nacimiento.
Ahora ve entre nubes de pólvora de la artillería enemiga desangrarse los soldados en Vilcapugio y Ayohuma. Abre los ojos y se incorpora, esta agitado y transpira, el padre Villegas y Redhead están ahí, se tranquiliza, ya es de día.
Desde Santa Fe a Buenos Aires el camino es una vasta planicie desprovista de todo relieve. Ahora el riesgo son los salteadores; indios o cristianos. Curiosamente el general parece un poco reanimado ante tanta soledad, esta cansado y humillado de ser cargado en cada posta, y ha preferido a veces dormitar en el carruaje. La conversación con el cura le ha aliviado la conciencia, no pocas cosas ha confesado en largo y penoso trayecto.
Como que en 1816 volvió a enamorarse, esta vez de María Dolores Helguera, hermosa joven perteneciente a una distinguida y antigua familia tucumana; comenzó a frecuentarla, pero en ocasión de tener que marchar a Santa Fe con su ejército, la joven es obligada a casarse con un tal Rivas, solo después declara estar embarazada del general. Rivas la abandona. Manuela Mónica del Corazón de Jesús, nace el 4 de mayo de 1819. El general pide licencia por razones de salud, y el gobierno concede. Viaja a Tucumán para visitar a Dolores y a Manuela. Estalla una revolución que depone al gobernador; el nuevo, Bernabé Aráoz, ordena su arresto y prisión. El Congreso, ahora en Buenos Aires, desautoriza la medida y pide se le de lo necesario para que viaje a la capital.
Los viajeros se han desviado del Camino Real y toman el de la Costa, ultima parada, San Isidro. Ha comido bien, ha dormido mejor, se siente con fuerzas y escribe a Celestino Liendo, su amigo, tío de Dolores y padrino de Manuela.
“A mi cuna dígale Ud. muchas cosas y que no deje de darme noticias de mi ahijadita: usted puede figurarse cuánto debe interesarme su salud y bienestar por todos aspectos.”
Al día siguiente entra en Buenos Aires, nadie lo espera, todos lo ignoran. “Entró caminando por pies ajenos” dirá un referente, y permanecerá sentado en un sillón la mayor parte del tiempo que le resta, por el impedimento para acostarse consecuencia de su deteriorada salud.
“Pensaba en la eternidad a donde voy, y en la tierra que dejo” —le decía a su amigo Manuel Antonio Castro, y agregaba: “Espero que los buenos ciudadanos trabajarán en remediar sus desgracias”
Tenía el rostro pálido y la mirada casi extinguida. El 20 de junio (1820) a las 7 de la mañana, muere en la misma casa que lo vio nacer cincuenta años antes.
Este mismo día, cuatro Gobernadores se disputan el poder, Soler se aprestaba a entrar en Buenos Aires con su ejército, y el pueblo iniciaba un carnaval de festejos. La Patria estaba destrozada.
“Sin educación, en balde es cansarse, nunca seremos más que lo que desgraciadamente somos”